Durante años, este lugar fue uno de los secretos mejor guardados de la restauración barcelonesa. Como al acecho de presas mayores, su portal y su vidriera parecían camuflarse como un bar de barrio; una esquina poco llamativa y apagada, cuyo dueño -el señor Joan- había colgado una cabeza de jabalí disecado en la pared, y una foto enorme en la que aparecía en el monte, vestido de cazador, con un montón de liebres cobradas a sus pies. Aparte de ese pequeño detalle, nada más perturbaba la paz de sus tardes, con el cliente de turno tomándose un cortado.

Yo viví unos años a escasos metros de este sitio. Mi pareja de entonces lo conocía mucho, pues sus propietarios habían trabajado en el hotel de su madre, cuando ella era pequeña. Sabía que Joan se iba a cazar los fines de semana, y que después cocinaba sus presas. Pero ni así conseguí enterarme de nada de lo que se cocía allí; la buena mesa es cosa de mayores. Tendrían que pasar varios años para que otra persona me invitara a cenar en El Tossal. Recuerdo la primera vez que comí aquel foie aterciopelado, y la textura de una carne de ciervo como no he vuelto a probar. Sin ser muy consciente de ello, aquella noche cené en uno de los mejores restaurantes de carne de caza que ha tenido la ciudad.

Después supe que era uno de esos lugares de gula para parroquianos avisados, y al poco tiempo era parada obligada cada vez que un amigo foráneo venía de visita a Barcelona. Sin ser barato, la calidad de la oferta era más que suficiente para arriesgarse a superar sus puertas y dejarse llevar por sabores antiguos. Tras el bar había un pequeño comedor, servido con trato afable por Inés, la señora de la casa. Durante muchos años fue ese restaurante familiar al que vuelves cuando tienes algo que celebrar. Sin publicidad, sin estridencias ni pretensiones, a El Tossal de la calle de Tordera esquina con Fraternidad se iba simplemente a comer. Eso sí, a comer muy bien. Lo malo de un lugar así es que depende tanto de la personalidad de sus mentores, que a la que éstos deciden dejarlo, toda la experiencia acumulada se pierde y uno queda medio huérfano. Otras veces aún es peor, cuando los nuevos propietarios toman un rumbo distinto aunque con el mismo nombre comercial; una situación que provoca más de un disgusto. Pero en ocasiones se alían los astros, y se produce la feliz coincidencia que permite a un establecimiento con personalidad adaptarse a nuevos tiempos, sin perder las referencias. Y eso es lo que ha pasado en este caso. Hace cuatro años, Joan e Inés decidieron retirarse.

Entonces aparece Raquel Portell. Ella ya tenía experiencia en restauración y era una clienta enamorada del local, que en cuanto supo que dejaban el negocio decidió no dejarlo morir. Primero vino todo un mes a ayudar y a observar; y aún otro mes cocinando con Joan. Aprendió a elaborar su propio foie, la receta de sus famosas gambas al ajillo y los trucos con la caza; "con la ayuda de otra gran cocinera, mi madre Remei Bernard". Ahora es un lugar nuevo, y al mismo tiempo el mismo de siempre. De alguna forma se ha aligerado, se ha vuelto más diáfano. Han desaparecido las cabezas disecadas y las fotos. Es más sobrio, más estilizado. Se han mantenido las neveras de madera y el trencadis del zócalo de las paredes. Aunque la larga barra verde es de reciente construcción, su forma y emplazamiento no ha cambiado. Hay ramos de flores junto a la espita de cerveza, y al fondo una pizarra con las sugerencias del día. La carta mantiene la preocupación por la calidad de la materia prima, y la filosofía de la elaboración en plaza.

Por supuesto, conserva aquellos platos que el cliente habitual ya buscaba antes, como el civet de jabalí o el filete de buey con crema de boletus. Siguen en ella los clásicos, como el bacalao, la sanfaina o las albóndigas caseras. Otros han sufrido mínimas variaciones, como las perdices, antaño escabechadas y actualmente estofadas. Se han incorporado las codornices a la vinagreta, el magret de pato con reducción de Oporto, o el filete de ciervo con salsa de sauco. "Me interesa la cocina tradicional de cocción muy lenta", me dice Raquel. "El estofado de rabo de buey requiere más de cuatro horas. En invierno, por ejemplo, hacemos potro estofado con cerveza negra". Con un mohín divertido añade: "Ahora, en vez de venir yo, son Joan e Inés los que vienen a casa a cenar".

FUENTE: ELPAIS.COM